El Cabrero, un artista bárbaro.


¿Dónde está El Cabrero?

José Domínguez Muñoz es un artista bárbaro, un creador de veredas quizás sólo igualado en el flamenco por Enrique Morente; pero también, como Camarón, trasciende con mucho lo puramente musical.
La última vez fue ayer. Estábamos echando un vino donde siempre cuando vimos por la tele que Rodríguez Zapatero había sacado un libro sobre Borges (¡qué cosas hacen los expresidentes!). A mi compadre Silverio pareció cortársele el trago dentro del buche. Soltó el chato en la barra y se lamentó en forma de pregunta:

–¿Dónde está El Cabrero? ¿¡Dónde está El Cabrero!?

Este tipo de arrebatos nostálgicos le dan a menudo desde hace unos meses, porque es ahora cuando empezamos a echar desesperadamente de menos a ese gigante del cante hondo y de la vida que es José Domínguez Muñoz, El Cabrero. 




A él le debemos mucho, incluso el hecho insigne de que la caterva de gañanes que le seguíamos nos aprendiéramos de memoria un soneto borgiano, puesto que él lo cantaba por bulerías. 

Borges metido a compás, y Silverio discutiendo a garrotazo partido con los amigos si este verso o aquel encabalgamiento respeta o no el ritmo poético del genio argentino. 

¿Comprendéis por qué echamos tanto de menos al Cabrero?



Pero no parece que José vaya a comparecer, porque se ha recogido al escenario íntimo de la familia y los amigos tras cinco décadas de profesional y algunos problemas de salud que le han fastidiado los últimos años. 

Lo ha hecho de forma callada, sin alharacas ni ceremonias, dejando de paso en evidencia a unos estamentos públicos y mediáticos que, con su silencio interesado, no sólo pretenden ocultar al cantaor, sino acabar con el fenómeno social. 

Porque El Cabrero es un artista bárbaro, un creador de veredas quizás sólo igualado en el flamenco por Enrique Morente; pero El Cabrero también, como Camarón, trasciende con mucho lo puramente musical para acabar empapando, en su caso, terrenos sociales, poéticos, políticos.

Tan grande era su figura, pues, que no es de extrañar que ahora se le eche de menos en mil sitios: en la dehesa y en la trinchera, en el auditorio y en el sindicato, en las convicciones y en el alma. Le añoramos los campesinos, que encontrábamos en José una verdad y un honrado magisterio que no advertimos en ninguno de los recientes expertos en la España vacía, vaciada o medio llena ni en los prebostes del desarrollo rural. 

Mil años lleva El Cabrero protestando por el atropello público y privado contra las gentes del campo y mil años que llevan riéndose de él y de nosotros. El robo de la tierra, el cercamiento de las vías pecuarias, la acumulación de poder en las zonas rurales o la labor represiva de los verdes esbirros del Estado son temas que vuelven a ocupar el debate público, pero que encontramos desde siempre en los fandangos de El Cabrero, que ha convertido el género, de origen folclórico y popular, en tremendas jaculatorias, en artefactos de una potencia incendiaria sólo al alcance de algunas obras de arte. 

Gracias a esos fandangos, además, el campesinado del sur conserva todavía un poquito de orgullo, maltrecho tras décadas de vejaciones, caricaturas, embustes e insultos que todo quisqui ha soltado con mucha desvergüenza, desde guionistas televisivos hasta políticos de otras naciones históricas. 

Gracias a sus cantes, por si fuera poco, nos hemos armado de razones durante décadas para defender ese estilo de vida humilde, pero digna, que ahora llamaríamos decrecentista, alimentada por nuestras propias manos y no sostenida, como recuerda mi amigo Silverio citando al Cabrero, “sobre el hombro de otro hombre”. 

Esgrimíamos esas coplas campesinas para resistir los años duros del turbo capitalismo ibérico y ahora, vueltas que da la vida, las firmaría casi cualquiera.


 



Además de los que pisan la tierra, también añoran al Cabrero los socialistas del Guadalquivir y alrededores, huérfanos de un liderazgo espiritual e indígena que el pueblo andaluz nunca confió a figuras políticas. Marinaleda no sería tan odiada en estos lares si no fuera porque El Cabrero amplificó y dio alimento artístico a su lucha contra el caciquismo, razón por la cual, no tengan duda, el cantaor fue censurado durante su vida profesional en los medios. 

En plena fragmentación de la izquierda andaluza, no falta quien echa de menos los momentos de consenso que nos proporcionaba José: allí nos abrazábamos todos, desde libertarios y troskos hasta comunistas, nacionalistas andaluces e incluso tibios socialdemócratas. 

El Cabrero cantaba contra los ricos y el público salía hermanado y enardecido. Un concierto suyo generaba más conciencia que mil mítines y hacía tambalear las máscaras que impone la disciplina de partido. Silverio rememora a este respecto la noche en la que un alcalde del PP se subió a la silla para pedir a voces unos bises:

—¡Los fandangos republicanos, José! ¡No te vayas sin cantar los fandangos republicanos! ¡No me jodas, eh!



Con todo, reducir al Cabrero a la imagen de un músico panfletario o un cantaor populista sería terriblemente injusto, porque lo cierto es que los amantes de la pura música y de la poesía universal también van a echar mucho de menos a José. Fue él quien nos adentró, cuando éramos jóvenes y vivíamos aislados en dehesas remotas, por los caminos de la música latinoamericana. 

De su mano descubrimos a Horacio Guaraní, Álvaro Carrillo, Atahualpa Yupanqui o Alberto Cortez. 

Consiguió que se nos abrieran las carnes con sus adaptaciones de boleros y rancheras, que sintiéramos nuestras las milongas de los vaqueros argentinos, que el tango bonaerense sonara como inventado en Sierra Morena. 

A esa vocación melómana del Cabrero se debe uno de sus mayores éxitos, la impresionante adaptación por bulerías de Luz de luna, canción que se les hincha en el pecho a los pastores cada vez que la Catalina se divisa en el cielo. Los sonidos y versos importados constituyen un sello personal más de un cantaor con una propuesta flamenca originalísima y una estética distintiva como la de pocos, o casi ninguno. 

El cante del Cabrero huele a pezuña y retama, suena a perdiz y cencerro, camina sobre los riscos de la Andalucía interior. El Cabrero ha huido de la miríada de clichés flamencos y ha creado un cante seco, poderoso y montuno, con una simbología más propia de los payadores gauchos que de los lorquianos. Ataviado cada noche con sombrero en lo alto y pañuelo al cuello, la música ibérica pierde, en favor de la Historia, a uno de sus mejores labradores.



Pero quienes, sin duda, más van a recordar al Cabrero son sus cabras. Yo diría incluso que las cabras del mundo entero, cuyo amor por la libertad y el escapismo debiéramos imitar. 

Así lo debe pensar también José, quien muy a menudo ha representado toda forma de opresión con la imagen del redil y que siempre ha jaleado, por tanto, a la cabra que se fuga del corral, a la oveja que no sigue al rebaño. El futuro de la humanidad depende de que sepamos copiar gestos como esos, así que El Cabrero, amigo de sus cabras, admirador de sus pulsiones, no ha perdido nunca ocasión de presentarnos el rumiante ejemplo a seguir. Y ha actuado en consecuencia, porque de José podrán decirse muchas cosas, pero nunca que fue un cobarde, que se dejó apesebrar o que se conformó con un pienso.

Por eso, y porque algunas personas son también símbolos necesarios, la única forma que tengo de consolar a Silverio cada vez que me pregunta “¿dónde está El Cabrero? ¿Dónde se ha metido?” no es diciéndole que ya prefiere quedarse en casa, sino contándole otra verdad:

–Se ha escapado al monte, Silverio. Ha saltado la tapia y ya nadie le echa el guante.

 Debe andar entre los jarales.